Berlín no puede esperar
Berlín no espera.
Al amanecer, se despidieron con abrazos cálidos y promesas de futuras aventuras. En mitad del frío color acero de Berlín. Una ciudad única, vibrante que los había unido de una manera que trascendía las fronteras y los estereotipos. Paradojas de la vida. En el corazón de una ciudad dividida, habían encontrado una conexión que superaba las diferencias, las culturales y las políticas. Esa noche, en el Berlín de principios de los años 80, la música, el arte y la amistad bailaron juntas y se cruzaron para crear recuerdos imborrables. Los neones iluminaban los grafitis en las paredes creando una estampa única de una ciudad en transformación. En el oscuro invierno berlinés. Un marco perfecto para una imagen en construcción.
La Guerra Fría se cernía obstinada sobre la urbe dividida. Aquí y allá pequeños refugios como los del distrito de Kreuzberg. Islas humanas internacionales que se mantenían ajenas a las tensiones políticas, sumergidas en la euforia de la música compuesta de millones de agudos y bajos beats electrónicos.
Javier, un español de ojos vivaces y risa contagiosa, era el epicentro del grupo. Le acompañaban Mei, una artista taiwanesa de espíritu libre; Dieter, un alemán apasionado por la música electrónica y las fiestas underground bailadas en naves industriales abandonadas y Natasha, una rusa con una fascinación loca por la literatura y la filosofía. Todos los tópicos en una ciudad atípica.
El Café Berliner estaba decorado con carteles de conciertos y fanzines y unas luces amarillas y muy tenues iluminaban la atmósfera de humo de tabaco. Se sentaban en una mesa de madera gastada, ilustrada con los cercos procedentes el trajín continuo de las jarras de cerveza mientras, al fondo, el murmullo de la gente y la música de Bowie sinuosa-como el humo de los cigarrillos- creaban una sinfonía única. Entonces todo parecía muy singular. Y ellos los testigos privilegiados de una escena solo apta para un público entendido y exclusivo.
Javier, con su melena rizada y chaqueta de cuero, propuso un brindis levantando su cerveza. "Por la amistad y por la libertad", dijo con entusiasmo, recibiendo sonrisas cómplices y asentimientos de los demás.
Mei, emboscada en un abrigo de lana colorido, tomó un sorbo de su té caliente y preguntó: "¿Alguien ha visitado la Galería de Arte Moderno? Hay una exposición taiwanesa que me encantaría ver".
Dieter, lentes oscuros, camisa a cuadros, asintió. "Sí, he escuchado hablar de esa galería. Deberíamos ir mañana, antes de la fiesta en el Tresor".
Natasha, que seguía sin quitarse su elegante gorrito de piel, se reía; "Bueno, yo prefiero sumergirme en las páginas de Dostoievski, pero estaré encantada de acompañaros".
La Galería era una mezcla de expresiones artísticas taiwanesas que dejó a todos fascinados.
Mei se deleitaba al explicarles los matices culturales detrás de cada obra, cada historia, cada relato que se escondía tras ellas. Javier y Natasha jugaban al flirteo justo enfrente de una escultura desnuda femenina y se robaron mil besos asomados a una ventana abierta a un templo budista interpretado bajo decenas de cubos y rectángulos sepia. Mientras, Dieter admiraba la fusión de influencias asiáticas y europeas e imaginaba su banda sonora, calculaba sus ritmos y decibelios.
A la salida encontraron las calles mojadas.
Un fina, grasienta y gris lluvia envolvía las calles y edificios. El grupo de jóvenes circuló por las aceras sorteando charcos y transeúntes de mirada cabizbaja. Algunos corrían, otros se cobijaban bajo los aleros. Las cafeterías eran la opción favorita. La humedad del ambiente transportaba los aromas de comida caliente y especiada.
Disfrutaban de la comida.
Mei, intrigada, preguntó “¿Y qué hay de esa enorme salchicha que veo en algunas mesas?
Javier y Natasha se miraron al tiempo que lanzaban una cruel risotada que encendió la oblicuidad de los ojos de Mei y acabó con el silencio monótono de la cafetería,
“Ah, eso es la Weisswurst, originaria de Munich, blanca, de cerdo y se sirve con mostaza. Yo suelo tomarla como desayuno”, respondió Dieter señalando hacia una mesa cercana donde un grupo de alemanes disfrutaba de un desayuno tardío.
Quizás el cansancio apaciguó al grupo que se quedó largo rato en silencio.
La conversación se desvió hacia la música. Dieter, amante fanático y lunático de la música electrónica, les habló sobre de los sonidos sintetizados techno que le hipnotizaban.
Berlín marcaba con su batuta la modernidad musical del mundo.
La música derribaba los muros en Berlín.
La noche llegó y decidieron dirigirse al Tresor, un club underground convertido en ícono de la escena electrónica. Aquel que era y estaba no podía faltar a sus fiestas.
La música retumbaba con fuerza en las paredes, y las luces estroboscópicas creaban un espectáculo onírico. Dieter, en su elemento, llevó al grupo al corazón de la pista de baile, donde se mezclaron con una multitud diversa.
Entre el bullicio y la energía de la música, los cuatro amigos se sumergieron en un mundo donde las barreras se desvanecían. Había alemanes bailando con españoles, rusos compartiendo risas con taiwaneses, una espectacular sinfonía humana que reflejaba la esperanza de un Berlín unificado.
"Esto es lo que quiero recordar de Berlín: la diversidad, la creatividad, la libertad de expresión. Esta pista de baile es Berlín”. Mantra feroz.
La noche continuó entre risas, sicodelia y bailes frenéticos. Ya de madrugada decidieron salir del club y caminar por las calles de Kreuzberg. Grupos de jóvenes, aquí y allá. Algunos a la carrera, aún ciegos de luz y sonidos. Gritan algo, no les entienden…
“Todos al muro, venid al muro, el muro ha caído, ¿quieres un trozo de historia?”
Al amanecer, se despidieron con abrazos cálidos y promesas de futuras aventuras. En mitad del frío color acero de Berlín.
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