Tras la huella
Ocurre en la gélida vastedad de Laponia.
Van tras la soñada visión de la aurora boreal, en busca de las maravillas que estas tierras del norte tienen reservadas para ellos. Son cinco: Alejandro, Marta, Carlos, Sofía y Lucas. Son amigos en el tiempo, en los sueños, en la aventura de vivir. Una amalgama de cálidos sentimientos y deseos capaces de derretir los hielos más perpetuos.
Con el sol aún titubeante en el horizonte, emprenden su travesía desde el pequeño pueblo que les ha servido de refugio hasta hace unos pocos minutos. El crujir de la nieve bajo sus botas marca el compás de su lento avance, mientras el aire helado envuelve sus cuerpos en un abrazo invernal.
—¡Es asombroso! —exclama Marta, sus ojos son dos fractales azules que centellean encendidos con la emoción del descubrimiento—. ¡Nunca imaginé que la naturaleza pudiera ser tan majestuosa!
—Es como caminar sobre la luna —añade Carlos, con una sonrisa llena de dientes que asomada a la bufanda desafía al frío.
Sofía permanece silenciosa contagiada del paisaje ciertamente inanimado... Es la observadora del grupo, absorbe el entorno con cierta reverencia. —Hay algo especial en este lugar, una energía que se siente en el aire.
Lucas, un bromista incorregible, no puede evitar intervenir con su templada dosis de humor. —¿Energía dices? ¿O simplemente necesitas un buen café caliente?
Estallan las risas que resuenan alto en medio de un paisaje ahogado en nieve. Una manta que apacigua y absorbe cualquier sonido.
Su diversión se interrumpe bruscamente.
Un hallazgo inesperado en el blanco nuclear y en el vacío: una oscura marca, una huella en el camino de nieve, bien visible y lo suficientemente profunda como para llamar su atención.
—¿Qué o quién creéis que ha podido dejar esto? —pregunta Alejandro, mientras se agacha y examina la huella con curiosidad.
—Quizás sea el rastro de alguna criatura que salió de aquel bosque —sugiere Marta, con una chispa de intriga en su mirada y con el dedo apuntando al este.
La mancha verdosa y parda de una escasa superviviente vegetación agrupada, como para darse cobijo y compañía, se extiende a su izquierda. Antes les pareció una anécdota de color en su viaje, ahora se les antoja algo amenazante. Un nido de peligros. Un conjunto de sombras, un laberinto de infinitas calles.
—O tal vez sea algo más... misterioso —añade Sofía, cargando de enigmática intención sus palabras. Arrastra las sílabas como si quisiera con ello emular a uno de esos actores o actrices que mueren decenas de veces en una de sus series favoritas.
Ojos oblicuos, mandíbulas apretadas. Deciden seguir el rastro, dejándose llevar por la sempiterna curiosidad que tan a menudo los impulsa y que alguna que otra vez los ha metido en líos y problemas.
La huella los conduce cada vez más adentro del bosque. Los árboles cubiertos de nieve se alzan guardianes silenciosos de, quizás, un antiguo secreto. La tensión es su emoción compartida, es algo colectivo que les une y les lleva sin más cuestión.
—¿Deberíamos seguir adelante? —pregunta Lucas, con la voz entonada con notas de cautela mientras escruta los alrededores con ojos de alerta.
—¡Por supuesto que sí! —responde Carlos, con entusiasmo—. No todos los días se tiene la oportunidad de explorar algo así ¿no queríamos aventuras? ¡Aquí justo las tenemos!
Así pues, avanzan con determinación siguiendo el misterioso rastro que les guía hacia un destino desconocido. El silencio del bosque es palpable, interrumpido solo por el suave crujir de la nieve y la vegetación congelada bajo sus pies. No se les ocurre mejor banda sonora para ese momento, piensan.
Finalmente, llegan a un claro en el bosque. En una mitad apenas soleada se alza una cabaña solitaria, casi oculta por las ramas más bajas de los árboles que se extienden sobre su tejado como si quisieran mantenerla invisible dentro de su abrazo. Una puerta entreabierta los invita a adentrarse en su misterioso interior.
—¿Quién vivirá aquí? —susurra Marta, con una mirada de asustado interrogante en su rostro.
—Solo hay una manera de averiguarlo —dice Alejandro, dando un paso adelante con determinación.
La precaución entra con ellos en la cabaña.
Les recibe una escena de cuento, de leyenda mitológica, de película ambientada en el medievo: en el centro de la habitación, una hoguera arde con un fulgor débil que apenas ilumina el lugar. Estanterías llenas de libros antiguos rodean la habitación y extrañas figuras adornan las paredes. Huele a humo, a tinta y a algún potente extracto vegetal quizás pino, quizás eucalipto…
De entre las sombras emerge una figura anciana, con una barba blanca que cae hasta su pecho y unos ojos que parecen contener la sabiduría de los siglos.
—¿Quiénes son ustedes y qué hacen aquí? —pregunta el anciano con voz profunda, observándolos con curiosidad.
—Lo siento, no pretendíamos invadir su hogar —se disculpa Alejandro, con gesto respetuoso—. Solo estábamos explorando el bosque y encontramos su cabaña.
Los ojos del anciano brillan con inteligente comprensión. —No hay problema, jóvenes aventureros. Soy Olaf, un ermitaño que ha hecho de estos bosques su hogar desde hace muchos años.
Olaf, el de los ojos de estrella polar, les guía y les invita a sentarse con él.
Intrigados por su historia, los amigos se sientan alrededor de la hoguera mientras Olaf les cuenta relatos y secretos ocultos de la naturaleza salvaje de Laponia. Habla de antiguas leyendas y misterios perdidos en el tiempo, teje una tela de maravillas, distintas a las percibidas hasta ahora en su viaje, son maravillas que capturan la imaginación de los jóvenes.
A veces el silencio se abre espacio. Se toma su tiempo.
—¿Y qué hay de esa huella que encontramos en el bosque? —pregunta Marta, recordando el motivo por el que se habían topado con el sabio anciano.
El semblante de Olaf se oscure. —Esa huella pertenece a algo peligroso. Algo que creíamos olvidado desde hace mucho tiempo.
—Y… ¿Qué es? —insiste Carlos, con los ojos fijos sin tregua en el anciano.
—Es la huella de aquel 48 —murmura Olaf esta vez en voz muy baja—. Nos dejó claro que no había sido ella.
Los amigos intercambian miradas de extrañeza y sorpresa. Son incapaces de comprender del todo el significado de esas palabras. Pero, antes de que pudieran hacer más preguntas, un aullido aterrador resuena en el bosque, hiela la sangre en sus venas como antes el hielo y la nieve helaron sus pisadas, sus propias huellas.
—¡Debemos irnos de aquí! —exclama Sofía, levantándose de un salto muy nerviosa y asustada.
Con pasos apresurados, salen corriendo de la cabaña y se internan de nuevo en el bosque, con el aullido del viento helado persiguiéndolos como un eco de advertencia. Corren tan rápido como pueden, como sus piernas les dejan y siguen el sendero de regreso al pueblo con el corazón latiendo desbocado en su pecho.
Finalmente, llegan a salvo al pueblo, se esconden en la calidez reconfortante de su refugio. Mientras se recuperan del sobresalto, reflexionan sobre su aventura y las enigmáticas palabras de Olaf.
—¿Creéis que lo que dijo Olaf es real o como me parece a mí está algo loco? —se pregunta Marta, con una expresión pensativa y preocupada en su rostro.
—Quién sabe —responde Alejandro, mirando por la ventana hacia el oscuro paisaje exterior—.
Están sumidos en estas cavilaciones cuando un destello de luz emana del bolsillo de Carlos. Saca su teléfono móvil y con una sonrisa de asombro, muestra a sus amigos una notificación en la pantalla.
—Chicos, ¡miren esto! Acabo de recibir un mensaje de un programa de inteligencia artificial al que me suscribí hace eones, lo había olvidado completamente. Y es que están desarrollando un nuevo mundo de realidad virtual. Parece que han estado recopilando datos sobre nuestra expedición y quieren invitarnos a probarlo.
Los ojos de los amigos se iluminan con emoción ante la idea de explorar un mundo virtual inspirado en su propia aventura.
Sin dudarlo, aceptan la invitación y comienzan su inmersión en la experiencia. Dejan atrás la sensación del frío real de Laponia para adentrarse en un universo de posibilidades infinitas creado por la mente de máquinas.
Entre risas y asombro, descubren que la magia de la tecnología puede llevarlos a mundos aún más extraordinarios que cualquier bosque nevado o cabaña perdida en la nieve.
Y mientras exploran los límites de la realidad virtual, comprenden que, en algún lugar del vasto universo digital, Olaf y su cabaña en los bosques de Laponia siguen existiendo, también existen como existe la huella que vieron y las encriptadas palabras del anciano: “La huella del 48. Nos dejó claro que no había sido ella”.
Así es, así lo entienden por fin.
El poder de la imaginación no tiene un tamaño fijo a la hora de dejar su huella. Así de simple y así de complejo tanto como cada cual quiera.
La realidad dibuja la huella, la imaginación nos otorga la licencia para recrear su historia, para inventar su final. Algo sin más límite que lo que tú mismo puedas imaginar.
Otra moraleja: La realidad casi siempre supera a la ficción. La imaginación nos resarce en parte del temor a enfrentarla.
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